En la sobremesa de una agradable reunión con profesores de la universidad romana Della Santa Croce (que luego explicaré), estuvimos hablando un momento de las pretensiones y legislaciones sobre una justicia universal que en estos tiempos recientes escuchamos en nuestro país. Ya conocen que se ha aprobado una Ley de Reforma del Consejo General del Poder Judicial que limita la capacidad de los jueces españoles para perseguir delitos fuera del territorio nacional. No voy a entrar en consideraciones jurídicas sobre la conveniencia y oportunidad de esta modificación legal, su alcance verdadero frente a ciertas noticias mediáticas, o su fundamento constitucional (cosas que desconozco en su mayoría).
Lo que me llamaba la atención de ese debate es que ya se trató, en alguna medida, por nuestros doctores de la Escuela de Salamanca. Con el Descubrimiento de América, la Corona española se planteó las razones legales con que podría ocupar, conquistar o colonizar aquellos territorios. Fue la llamada polémica sobre los Justos Títulos, algo que hoy nos puede sonar extraño e incluso caduco, pero que refleja una sensibilidad jurídica que no han tenido otras muchas naciones tanto en aquella época como durante los siglos posteriores; quiero decir que se trató de una reflexión bastante adelantada a su tiempo, como lo fueron muchas de las consideraciones jurídicas, políticas o económicas de los escolásticos salmantinos.
La cuestión estribaba en discernir con qué autoridad se justificaba esta expansión territorial; y la primera respuesta, de plena tradición medieval, era atribuirlo a una donación papal. Como autoridad suprema del Orbe cristiano (no olvidemos que la Europa de 1500 conservaba todavía la unidad religiosa), se acudió a pedir al Pontífice romano diversas Bulas de donación para aquellas nuevas regiones. Claro, este argumento sería inmediatamente desmontado por las nuevas iglesias reformadas que no reconocían esta suprema autoridad. En todo caso, el argumento se fue trasladando a una supuesta prerrogativa del Emperador, recibida bien como concesión pontificia o bien como extensión de su autoridad temporal en aquellos aspectos que no podría intervenir la autoridad espiritual de Roma.
Lo que ya vemos aquí es la pretensión de una autoridad universal. Argumento contra el que Francisco de Vitoria dictó sus primeras Relecciones en la Universidad de Salamanca. Consultado por el poder político (algo que vuelvo a destacar, también en honor de aquellos gobernantes) y a partir de su propia reflexión intelectual, Vitoria llegó a la novedosísima conclusión de que el único derecho que podían esgrimir los españoles en su aventura americana era el de libre comunicación y comercio entre los pueblos. Que sentenciaría con esa atrevida afirmación de «el emperador no es señor del orbe», como explica en la Relectio de Indis de 1539: «nadie hay que por derecho natural tenga el dominio del mundo». Ni siquiera el Romano Pontífice, para escándalo de muchos coetáneos de nuestro fraile dominico: «ninguna potestad temporal tiene el Papa sobre aquellos bárbaros ni sobre los demás infieles».
Sería muy complicado resumir la historia de la aplicación de este principio o su dificultosa aceptación en la sociedad española; aunque sí debemos reconocer que tuvo una cierta influencia jurídica y moral. Porque lo que quería ahora es recordarles cómo estos razonamientos tuvieron un eco importante casi cien años después en el sabio escritor holandés Hugo Grocio, y a través suyo en el pensamiento jurídico y político de toda la Europa moderna, ilustrada y protestante (tanto en Gran Bretaña como en Alemania).
Esto era lo que hablaba con algunos profesores de un proyecto de investigación sobre Markets, Culture and Ethics, dependiente de la citada universidad romana, que amablemente me habían invitado a que dictase una conferencia sobre el pensamiento económico de la Escuela de Salamanca. No voy a escribirles sobre este punto, ya que como buenos seguidores del Instituto Juan de Mariana lo conocen perfectamente…Y al hilo de aquella conversación surgió la cuestión de la justicia universal y los escolásticos, a los que Grocio se refiere en su obra Mare Liberum (sobre lo que también he escrito en estos Comentarios).
En mi opinión, Vitoria no estaría de acuerdo con los supuestos de esa justicia universal, que algunos defienden, por el principio de la libertad individual: cada persona es titular de derechos de propiedad privada, acción política o creencias religiosas que ninguna autoridad exterior puede violar. Desde esta perspectiva, por lo tanto, los españoles debían respetar los bienes de los indios americanos, su organización política e incluso sus religiones primitivas: en todos los casos no se podía atentar contra tales derechos ni intervenir militarmente. Vitoria ya había escrito que «si se propone la fe a los bárbaros y no la abrazan, no es razón suficiente para que los españoles puedan hacerles la guerra ni proceder contra ellos por derecho de guerra». Porque también, como Grocio recordaba en el Mare Liberum, «los señores de estos, aunque sean infieles, son legítimos señores, ya gobiernen con un sistema político monárquico absoluto o democrático, y no pueden ser excluidos del dominio de los suyos a causa de que son infieles».
Otra cosa sería discernir bajo qué supuestos una autoridad exterior podría intervenir en los asuntos particulares de otra sociedad. Por ejemplo, Vitoria parece que sí permitía a los españoles defender a las víctimas indefensas de algunos sacrificios humanos practicados por aquellos pueblos precolombinos. Esto nos recuerda las circunstancias de genocidio que contemplan algunos supuestos de la justicia universal (aunque reconozco no haber estudiado cómo ha quedado redactado este punto en la nueva Ley…). Lo que pienso que buscaban Vitoria y sus discípulos no era justificar un mundo gobernado por una misma autoridad (aunque se tratara del mismísimo Papa o del Emperador), sino promover una communitas orbis, una asociación racional y civilizada de todas las naciones bajo unos mismos derechos universales de convivencia y ejercicio de la libertad individual. Precisamente por ello se considera a Vitoria el fundador del derecho internacional moderno.
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