El arribismo del PP

 

Es urgente dejar de endiosar la coacción estatal como el deus ex machina capaz de resolver todos los problemas sociales para volver a considerarla el origen de muchos de esos problemas.

 Resulta casi de Perogrullo señalar que el PP, como el resto de formaciones políticas, es una máquina de poder sin demasiados escrúpulos. Apenas atendiendo a sus decisiones y actuaciones políticas, uno puede constatar de inmediato su absoluta ausencia de cortapisas morales a la hora de mentir compulsivamente con el propósito de saquear al ciudadano y de acaparar todavía más poder para los suyos. No son pocos quienes creen que la política debería ser otra cosa, algo más noble y dignificante; pero si uno ha interiorizado las lecciones básicas de Buchanan y Tullock, ya debería ser consciente de que, en los Estados modernos, la política es lo que es y no lo que románticamente querríamos que fuese: a saber, el arte de parasitar al ciudadano en beneficio de los grupos de presión organizados, llámense partidos políticos, sindicatos, patronales o grandes empresas afines al poder.

Precisamente por ello, resulta tan crucial que los súbditos de ese mastodóntico poder político sean conscientes de la necesidad de limitarlo y de mantenerlo a raya: una vez se acepta que no es ético utilizar la violencia contra terceros en beneficio propio y que, a la larga, los recortes de las libertades ajenas terminan repercutiendo negativamente sobre uno mismo, el poder político deja de ser observado como un oscuro objeto de deseo y pasa a ser considerado un peligroso monstruo que debe ser reducido a su mínima expresión posible. Como decía acertadamente Washington, el Estado “es un sirviente peligroso y un amo temible”.

Por desgracia, en la actualidad muchos ciudadanos han terminado aceptando la legitimidad de la violencia siempre que sea refrendada por una amplia mayoría social o siempre que tenga propósitos aparentemente nobles. La imperiosa necesidad de limitar el poder político ha pasado a un segundo plano y ha sido reemplazada por la ambición oportunista de formar coaliciones electorales mayoritarias para instrumentar ese poder político en beneficio propio. La sociedad deja de ser un ámbito de relaciones humanas pacíficas, voluntarias y mutuamente beneficiosas para convertirse en un campo de batalla donde los distintos grupos organizados perpetran una guerra civil fría con tal de acaparar porciones del poder político.

Es aquí donde el mensaje regenerador del liberalismo resulta tan apremiante: es urgente dejar de endiosar la coacción estatal como el deus ex machina capaz de resolver todos los problemas sociales para volver a considerarla el origen de muchos de esos problemas; dicho de otra forma, es urgente retirarle el cheque en blanco que muchos ciudadanos le han otorgado al Estado y a los políticos para recuperar la sociedad civil en toda su esencia. Eso es justamente lo que defiendo y promuevo en mi nuevo libro, Una revolución liberal para España: el Estado no es en absoluto necesario para la inmensa mayoría de funciones que tendemos a atribuirle (servicios municipales, protección del medio ambiente, construcción de infraestructuras, monopolio de la moneda, apoyo a la I+D, provisión de la educación, la sanidad, las pensiones o la asistencia social…) y, por tanto, no deberíamos aceptar ser sus siervos.

Las “utopías liberales”

Los partidos políticos, evidentemente, sienten una profunda y arraigada alergia hacia todo mensaje liberal que le recuerde a la ciudadanía cuál es el sano y recto propósito de su implicación en la vida pública: no el sometimiento a las élites partidistas, sino la eterna vigilancia para garantizar en todo momento la máxima limitación posible del poder político. En ocasiones, algunos políticos —especialmente dentro del PP— han intentado asimilar el mensaje liberal, portando propagandísticamente su estandarte para así desactivar cualquier incipiente movilización liberal dentro de la sociedad civil. Por fortuna, esa impostura popular parece que se halla en irreversible retirada: su reciente comportamiento gubernamental ha sido lo suficientemente elocuente como para que nadie que no se halle cegado por el sectarismo ideológico les siga identificando con el liberalismo. Superada, pues, la fase de intento de asimilación, anulación y desactivación desde dentro, parece que desde el PP han pasado a un segundo nivel: aceptando su antiliberalismo rampante, proceden a cargar contra el liberalismo. Sólo hay un problema: su vaciedad ideológica es tal que las críticas que hasta ahora han alcanzado a articular sólo sirven para reforzar las tesis liberales.

Así, este pasado miércoles, el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, cargó en el Círculo de Empresarios contra “las utopías liberales” porque, a su juicio, “no sirven para ganar elecciones”. Sintomático arribismo, el de Montoro, que sólo visualiza lo que muchos veníamos denunciando: el PP es un partido populista y sin convicciones, cuya finalidad no es la de defender las libertades de los ciudadanos, sino mantenerse en el poder a cualquier precio.

Cual maquiavélico príncipe del antiliberalismo, Montoro rechaza el liberalismo por utópico, azuzando además el miedo a que, si los ciudadanos no se contentan con una opción centrista y pragmática como la del PP, correrán el riesgo de caer en manos de otros partidos (supuestamente) más ultramontanos. Pero el liberalismo no tiene nada de utópico: como demuestro en Una revolución liberal para España, se trata de una alternativa absolutamente realista y pragmática en todos los ámbitos sociales. Lo que dificulta su despliegue no es su irrealidad, sino la mayoritaria mentalidad liberticida de unos ciudadanos capaces de encumbrar al poder a voraces arribistas como Montoro.

Por ello, cuando el ministro de Hacienda nos pide que nos olvidemos del liberalismo, lo que está haciendo es pidiéndonos que le consistamos seguir reprimiendo nuestras libertades. Lo que nos reclama es que aceptemos ser sus rehenes y que asumamos que él es nuestro mejor carcelero posible de entre las nefastas opciones existentes. Lo utópico, a su juicio, es salir de la jaula; lo distópico, a mi juicio, es quedarse en ella bajo la batuta de personas obsesionadas con conservar su poder y sus prebendas parasitando a los ciudadanos. A la postre, produce auténtico pavor pensar cómo deben ejercer tales políticos ese poder cuasi absoluto que hoy detentan cuando ya desde un comienzo reconocen, sin tabú moral alguno, que su mayor propósito es, simple y llanamente, llegar al poder. Poder por poder, en beneficio propio a costa de los demás.

Mensajes antiliberales como el de Montoro no deberían desalentar a los liberales. Al contrario, deben servir como estímulo y constatación de la importancia del liberalismo. Ser idealista no es malo, en tanto en cuanto el idealismo nos marca el horizonte último hacia el que debemos tratar de tender: un mundo sin crímenes es un objetivo idealista, pero no por ello debemos ser complacientes con el crimen y asumirlo como un pragmático e inexorable resultado. Asimismo, y aplicado al caso de Montoro, lo único verdaderamente distópico es creer que políticos amorales como él —y como todos los restantes que pueblan el arco parlamentario— son quienes mejor procurarán por nuestras libertades y por nuestro bienestar: no, justamente su existencia y su mensaje prueban que el liberalismo es más necesario que nunca para proteger nuestras libertades.

Juan Ramón Rallo.2014