Aparentemente, o al menos su gobierno así lo publicita, Venezuela se encuentra inmersa en un proceso revolucionario que dura ya quince años. Sin embargo, aunque las circunstancias sociales de cómo se ha llegado a esta situación sean sumamente complejas, en el momento actual ese proceso se ha transformado en una mera detentación y disfrute del poder político y económico del país por un grupo relativamente reducido de personas -una especie de oligarquía política- que de manera premeditada busca, en su propio beneficio, fracturar la sociedad en dos bandos de forma ya casi irreversible, apoyándose para ello en un discurso populista y victimista basado en la explotación de emociones negativas, como el resquemor histórico contra la herencia española, el resentimiento social contra la pequeña burguesía –a la que se pretende equiparar con una oligarquía que hace tiempo que se ha llevado sus principales intereses a otros lugares del mundo más seguros- o incluso a un resentimiento étnico contra el hombre blanco, todo ello combinado con falaces invocaciones a la Patria y a una futura sociedad utópica e igualitaria.
Sin embargo, con el tiempo y ante la ausencia del indiscutible liderazgo del Comandante Chávez, los ya residuales aspectos ideológicos del régimen se han difuminado y Nicolás Maduro y Diosdado Cabello solo consiguieron retener el poder manipulando de manera obscena el proceso electoral de abril de 2013. Desde entonces los chavistas –ahora denominados oficialistas- han perdido su legitimidad ante una mayoría de la población y sus consignas ya solo encuentran acogida en una clientela sufragada con la asignación de los recursos públicos arbitrariamente distribuidos mientras que, hasta ahora, ha sido estoicamente soportada por una población harta de ver cada día como la realidad desmiente el discurso mientras es extorsionada con la amenaza constante del uso de la fuerza mediante milicias armadas y bandas de delincuentes que asolan el país y amedrentan a las clases medias con total impunidad: “el chavismo o el caos ”, es un alegato recurrente en los mensajes oficialistas.
Mientras tanto, la economía y la actividad productiva se desploman; la inseguridad y la insalubridad se disparan; los productos básicos escasean; la inflación explota hasta el 56% anual; la corrupción y los vaivenes gubernamentales han hecho desaparecer toda seguridad jurídica; provocando una diáspora de la intelectualidad y del talento hacia el extranjero.
En lo económico, tras los quince años de régimen bolivariano y de represión de la actividad económica privada, Venezuela ha pasado de exportar café, cacao, energía hidroeléctrica y, por supuesto, petróleo y otros productos petrolíferos refinados derivados, a tener que importar prácticamente todos estos productos (excepto el petróleo bruto y otras materias primas, aunque con una producción muy inferior a la de una década atrás). Al mismo tiempo, el país ha pasado de producir suficientes recursos alimenticios (carne, maíz, azúcar, leche) como para casi autoabastecerse hace quince años, a no producir lo suficiente, siendo necesario importar grandes cantidades de alimentos e, incluso, productos petrolíferos para satisfacer las necesidades de la población.
El aumento de las importaciones sobre las exportaciones contribuyó a encarecer el dólar, a lo que el Gobierno respondió acordando el control de cambios. Gran parte de los problemas económicos actuales tienen su origen en las perversas dinámicas surgidas en torno al control de cambios. Actualmente, tras la última devaluación, el gobierno determina dos precios oficiales para el dólar: 6,3 bolívares (BsF) para las importaciones y BsF 11,3 para los particulares que vayan a salir al extranjero o que adquieran productos por internet. Sin embargo, el marco regulatorio obliga a los importadores a adelantar el monto de los productos que han de adquirir y solo cuando estos llegan a la aduana, se autorizan los pagos por el regulador, existiendo además otras trabas y retrasos que solo pueden superarse por vías “informales”. En ocasiones, los importadores se ven obligados a adquirir dólares en un mercado paralelo no oficial para poder cumplir sus compromisos con los proveedores. Todo ello encarece el importe final de los productos importados influyendo en la dinámica inflacionista y alimentando una espiral interminable. En esta dinámica, monedas como el dólar y el euro se consideran monedas refugio y existe una fuerte demanda interna de particulares que también recurren a este mercado paralelo donde el precio del dólar se encuentra entre los 70 y los 80 bs aunque sigue incrementándose.
Pero en un entorno corrupto, la consideración del dólar como bien escaso, es además una tentación irresistible y así, bien pudiera darse la paradoja de que quienes determinan el control de cambios, probablemente también controlen y se beneficien del mercado paralelo. Un joven ejecutivo del sector de la exportación/importación me explicaba el procedimiento empleado por determinados sectores, con el imprescindible respaldo de altas instancias, para sustraer dólares del mercado oficial e introducirlos en el mercado paralelo con pingues beneficios mediante la importación ficticia de productos que, en realidad nunca llegan a ingresar en el mercado venezolano. Según esta versión, además del agente de aduanas, tres son los operadores burocráticos que han de intervenir en el proceso autorizando la importación, autorizando el cambio de divisas e inspeccionando materialmente la carga. En función de su importancia, a cada uno se le asigna como “mordida” una cantidad que oscila entre BsF 1’5 por dólar y BsF 4 por dólar, de manera que, al final, el falso importador, adquiere cada dólar por una cantidad aproximada de BsF 16 por dólar. Después de vender en el mercado negro ese dólar a BsF 70, la ganancia aun será de BsF 54 por dólar. La utilización masiva de estas prácticas pues, al parecer en estas operaciones se mueven millones de dolares, ha agudizado la caída de las reservas en dólares del Tesoro público y ha generado que tras haber colapsado los sectores productivos primario y secundario de naturaleza privada con las nacionalizaciones y expropiaciones confiscatorias, también entre en barrena el sector de la distribución.
El control de cambios que dificulta las importaciones se conjuga con el mecanismo de fijación de precios mínimos utilizado por el gobierno para intentar controlar la inflación a la hora de favorecer que se den situaciones de desabastecimiento. Una anécdota: un día intenté adquirir una aspirina en la farmacia. La dependienta me informó de que hacía años que no despachaban aspirinas, cuando comenté mi sorpresa con un conocido me indicó que el precio máximo de venta fijado para las aspirinas no alcanzaba ni para cubrir los costes del empaquetado y que, en consecuencia, habían dejado de producirse y de importarse. Sólo existen en los hospitales públicos y en cantidades limitadas en función de la limitada capacidad de producción de las empresas públicas. Este problema se extiende a los productos alimenticios, así una barra de pan de trigo tiene un precio máximo de BsF 5, en determinadas ocasiones por debajo del coste de la propia materia prima, por lo que en las panaderías no se encuentra o solo venden una barra por persona. Sin embargo, no es difícil encontrar pan de molde o productos elaborados con trigo a un coste superior. Mientras permanecí allí, existían dificultades para comprar leche, pollo, azúcar o harina pan (una harina de maíz muy popular en Venezuela). Al marchar empezaban a escasear productos textiles o derivados de la celulosa como el papel higiénico, las compresas o las servilletas.
La inflación, unida a una regulación laboral muy rígida en donde la inamovilidad de aquellos trabajadores que perciben el salario mínimo constituye una espada de Damocles sobre la cabeza de muchos pequeños empresarios, tiene como consecuencia la progresiva desaparición de las clases medias que habían surgido en el país con el esplendor de la industria petrolífera en las décadas de los años sesenta, setenta y ochenta y con el consiguiente empobrecimiento de la población que, incluso teniendo un trabajo estable en muchos casos, ve como su capacidad adquisitiva es cada vez es menor.
La inseguridad es otro elemento que perturba gravemente la vida cotidiana de un venezolano normal: los robos, los secuestros exprés y los asesinatos están a la orden del día. Caracas es, por méritos propios una de las cinco ciudades más peligrosas del mundo solo por detrás de Damasco, Bagdad o Kandahar. Solo un porcentaje mínimo de los hechos delictivos es resuelto por la fuerzas de seguridad, siendo necesario que el hecho haya tenido cierta relevancia o la víctima fuera un personaje conocido tal y como sucedió recientemente con el asesinato de una antigua Miss Venezuela y su esposo irlandés. Por otro lado, el funcionamiento de las fuerzas de seguridad es irregular y, en numerosas ocasiones se denuncian arbitrariedades y negligencias, existiendo numerosos casos de detenidos que esperan durante meses en prisión preventiva sin que las acusaciones se concreten ni lleguen a ser condenados en un juicio justo. No es infrecuente tampoco la persecución policial del enemigo político por parte del poder, utilizando de manera artera lo que debería ser un servicio público neutral.
En esa situación, uno no puede dejar de estar en guardia cuando sale de un entorno seguro como una urbanización cerrada, un centro comercial o determinados barrios -y solo durante ciertas horas-. Los frecuentes atascos caraqueños, suelen ser una trampa en donde los denominados “motorizados” motoristas que por parejas y armados con pistolas atracan a los vehículos a su antojo y a la más mínima resistencia, confiados en su impunidad, no dudan en disparar a matar. Un pinchazo o una avería en el coche en determinadas carreteras, incluso de la red principal, puede comprometer la seguridad personal seriamente. En las zonas próximas a barriadas conflictivas como la de Petare, hasta los autobuses de las líneas de transporte público son asaltados a mano armada. En ese ambiente, salir del trabajo y regresar sano y salvo a casa todos los días constituye una aventura, una especie de lotería diabólica, que va generando en la población un estrés y, por qué no, también un cierto fatalismo. Ya no solo Caracas se ve afectada por la inseguridad, las principales ciudades venezolanas afrontan riesgos semejantes.
En paralelo, la permisibilidad del gobierno con la ocupación por los sectores marginales de la población de fincas privadas para la autoconstrucción de infraviviendas –los denominados ranchitos-, que se construyen de manera espontanea sin planificación ni obras públicas de saneamiento ni acceso al agua potable en una versión extrema de “urbanismo salvaje”, además de reforzar la marginalidad de grandes sectores de la población está propiciando un incremento de la insalubridad, con un aumento de enfermedades digestivas e infecciosas. Así, en 2013, se ha confirmado la aparición de más 150.000 nuevos casos de malaria y dengue, en muchos casos hemorrágico, que está alcanzando a zonas donde estas enfermedades anteriormente se habían conseguido erradicar o, al menos, disminuir su incidencia de manera importante.
Todo ello, a pesar de los recursos invertidos por el gobierno en sus misiones “barrio adentro” que pretenden extender una suerte de atención sanitaria primaria en estas barriadas; o en los destinados a la “Misión vivienda” orientada a la construcción de viviendas (solo se han construido 150.000 de las 300.000 previstas inicialmente) y que también ha recibido numerosas críticas, tanto por cómo y en donde se han expropiado los terrenos, cómo por la forma en la que han adjudicado estas obras públicas -sorprendentemente, a empresas chinas, rusas o búlgaras en vez de venezolanas- e incluso, por los procedimientos de asignación a sus destinatarios.
Esta realidad intenta ser minimizada y ocultada desde el gobierno venezolano. Durante estos quince años los medios de comunicación libres han sido acosados y atacados hasta que en la actualidad no existe ni un solo canal de televisión ni de radio con dimensión nacional que pueda emitir un discurso crítico con el gobierno. Todos emiten las mismas consignas e idéntico argumentario. Tan solo dos periódicos permanecen independientes y no sin dificultades. La más reciente, la derivada de la limitación impuesta por el gobierno a la importación de papel. Los periodistas y los intelectuales críticos también son condenados sin piedad al ostracismo, cuando no detenidos o golpeados.
Junto a una oposición que resiste como puede el ninguneo y el asedio de un poder casi absoluto, la universidad es una de las pocas instituciones que aún permanecen como baluarte de lucidez pese a encontrarse ahogada por la carencia de recursos y la presión del entorno, por ello tiene cierta lógica que sea en los estudiantes universitarios donde ha prendido por fin la mecha de la rebeldía y del inconformismo.