Uno de los argumentos más repetidos últimamente por los independentistas catalanes, con Mas y Junqueras al frente, es que sus aspiraciones no van contra España ni contra su gente, sino contra una estructura político-administrativa ineficaz, corrupta y escasamente democrática como, dicen, es el Estado español. Los independentistas tratan de apropiarse, de forma ventajista y a deshora, de uno de los principales banderines de enganche –la oposición a un Estado centralista y caciquil- del catalanismo político surgido a finales del siglo XIX como movimiento regeneracionista y, por tanto, no precisamente orientado a fragmentar España sino a reformarla sobre la base del autogobierno institucional.
En lugar de seguir culpando a Madrid de todos nuestros males, quizá vaya siendo hora de que los catalanes empecemos a exigir responsabilidades también a nuestros gobernantes autonómicos
Ni que decir tiene que pretender reformar el Estado español apostando por una descentralización política profunda –incluso más, si cabe, que la de nuestro actual Estado de las autonomías- es un proyecto compatible con la lealtad al paisanaje de España, y con su prosperidad. En cambio, propugnar la independencia de Cataluña, que de consumarse provocaría una conmoción sin precedentes en términos sentimentales, sociales y económicos en toda España, no sólo supone la negación del proyecto reformista del primer catalanismo, sino que denota una absoluta indiferencia, cuando no desprecio, hacia los españoles no catalanes. Las cartas boca arriba, por favor.
Curiosamente, quienes dicen que la independencia de Cataluña no se idea contra España son los primeros que, cuando se les advierte de los perjuicios que la secesión comportaría para Cataluña, contestan inmediatamente que peor aún le iría a lo que quedara de España tras la ruptura, porque, como todo el mundo sabe, España sin Cataluña es un país de tres al cuarto, con regiones subsidiadas (Rull dixit) que viven a costa de la Cataluña productiva. ¿En qué quedamos? ¿La independencia de Cataluña perjudica a España y a sus gentes o no?
Por más que los independentistas traten de desperfilar su objetivo para que parezca menos excluyente, la respuesta es evidente: por supuesto que la independencia de Cataluña es perjudicial para España en su conjunto, tanto o más que para Cataluña en particular, y no sólo en los términos económicos a los que a menudo se reduce el debate.
Otra cosa es que a los nacionalistas, digan ahora lo que digan, les traiga sin cuidado el bienestar del resto de los españoles, como les traen sin cuidado los sentimientos de los catalanes que, en la prosperidad y en la adversidad, queremos seguir compartiendo con los demás españoles estructuras de Estado, un espacio conjunto de solidaridad y de convivencia y un único marco legal: el de la Constitución de 1978, en el que por supuesto caben reformas siempre que se hagan siguiendo los procedimientos establecidos al efecto por la propia Constitución, que es al fin y al cabo la que nos hemos dado entre todos los españoles.
El factor económico no es el único importante, aunque sin duda ocupa un lugar preeminente en el debate sobre la independencia y sus consecuencias, exacerbado al calor de la crisis. De ahí que la matraca del expolio fiscal («España nos roba», en la versión catalana del «Roma ladrona» de la Liga Norte) esté calando incluso en capas de la población hasta ahora refractarias a tales planteamientos. Pero, ¿cómo es posible que España robe a los ciudadanos de Cataluña si los impuestos estatales (el tramo estatal del IRPF, el Impuesto de Sociedades, el IVA y los impuestos especiales) son iguales para todos los ciudadanos españoles? Lo que sí es cierto es que los catalanes soportamos impuestos autonómicos más altos que en otras comunidades, pero ese dinero no se va a Madrid sino que se queda en la caja de la Generalidad, por lo que, en lugar de seguir culpando a Madrid de todos nuestros males, quizá vaya siendo hora de que los catalanes empecemos a exigir responsabilidades también a nuestros gobernantes autonómicos.
Lo que los independentistas presentan como un expolio del Estado español a la nación catalana no es más que el funcionamiento normal de cualquier Estado social y democrático comprometido con la igualdad de todos sus ciudadanos en el acceso a los principales servicios públicos
La aportación de los ciudadanos de Cataluña a la Hacienda española resulta, sin duda, fundamental para el sostenimiento de nuestro actual Estado de bienestar, basado en la redistribución de la renta entre ciudadanos a través del sistema fiscal. No en vano lo que los independentistas, con su proverbial tendencia al tribalismo, presentan como un expolio del Estado español a la nación catalana no es más que el funcionamiento normal de cualquier Estado social y democrático comprometido con la igualdad de todos sus ciudadanos en el acceso a los principales servicios públicos.
Los independentistas han aprovechado esta época de inquietudes y ansiedades individuales derivadas de la crisis para generar en torno a su proyecto divisivo grandes expectativas colectivas que, por otra parte, no resisten ningún análisis sensato y riguroso. Decía Popper que «el nacionalismo halaga nuestros instintos tribales, nuestras pasiones y prejuicios, y nuestro nostálgico deseo de vernos liberados de la tensión de la responsabilidad individual que procura reemplazar por la responsabilidad colectiva o de grupo». Pues bien, de lo que se trata en estos momentos que nos ha tocado vivir es de que todos y cada uno de los catalanes nos aferremos a nuestra responsabilidad individual y asumamos desde un principio las implicaciones de nuestros propósitos. No podemos permitir que esa espectral responsabilidad colectiva, esa «voluntad del pueblo» a la que apelaba Mas en las últimas elecciones autonómicas, difumine el hecho de que la independencia de Cataluña supondría, además de la anulación de la convivencia entre catalanes, una injustificable deslealtad hacia el resto de los españoles.
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