La conversación no tiene desperdicio. Y se produjo entre la actual consejera de Educación de la Comunidad de Madrid, Lucía Figar, y su directora general de Universidades e Investigación, Clara Eugenia Núñez, quien años después ha reproducido en un libro lo que allí se dijo. Núñez había sido contratada directamente por Esperanza Aguirre con un encargo: “Regenerar las instituciones”.
La consejera y su subordinada hablaban de los IMDEA, un ambicioso programa científico que todavía hoy pretende atraer talento a la Comunidad de Madrid, carente de una masa crítica de investigadores. Fue en ese contexto cuando Figar dijo a la directora general: “Me dicen que tus investigadores (sic) no asisten a las reuniones ni a comités, se limitan a investigar”. Y prosiguió: “Ya sé que publican muchos papers, pero ¿quién les dice en qué tienen que investigar?, se preguntó.
La respuesta de Núñez fue inmediata y aplastante:
– “Si hubiera que decírselo, no serían investigadores”.
-“Claro, claro”, siguió argumentando la consejera, “pero además de investigar, ¿qué hacen?”.
Ni que decir tiene que, al poco tiempo, la directora general fue destituida de su cargo y las universidades madrileñas y sus centros de investigación son hoy pasto de todo tipo de políticas descabelladas. La consejera, sin embargo, como en el cuento de Monterroso, sigue allí.
No es desde luego el único caso. Ni siquiera el más sangrante. La España de las autonomías se ha llenado de campus universitarios bajo la atenta mirada del poder político, que, como dice Clara Eugenia Núñez, han inventado la biblioteca-espectáculo, poco espacio para el estudio y el depósito de libros y mucho para el divertimento. Algunos datos lo corroboran. En 1975, había en España 28 universidades, pero en 2007 ya eran 77 (de ellas, 50 públicas) con 132 campus universitarios. Es decir, una por provincia. Hoy existen tantos campus como institutos de enseñanza media había en España a comienzos del siglo XX.
Excelsa mediocridad.
Tanto dispendio, sin embargo, no evita una realidad dolorosa: ninguna universidad española se encuentra entre las 200 mejores del mundo, lo que da idea de tan excelsa mediocridad. Y lo que probablemente sea más preocupante: su irrelevancia social es absoluta.
Eso es, precisamente, lo que denuncia Clara Eugenia Núñez en Universidad y Ciencia en España, un libro que acaba de ver la luz y que refleja las miserias desde dentro (cinco años como directora general de Universidades) de una institución esencial en la formación de sociedades avanzadas, pero que en España se ha convertido (salvo en excepciones) en una inmensa agencia de colocación de profesores desmotivados y mal pagados, y en un inmenso aparcamiento de jóvenes condenados al paro o al subempleo.
Como sostiene Núñez, en España ni hemos aprendido de Francia, donde las universidades fueron un proyecto de Estado para defender la libertad frente a injerencias políticas o religiosas, ni de Alemania, donde el modelo diseñado por Humboldt puso el énfasis en la investigación como la clave de bóveda de una formación superior de carácter humanista. Ni, por supuesto, de las universidades norteamericanas, que combinan los centros de investigación con la larga tradición de los college británicos y su obsesión por cultivar élites del conocimiento.
Nada de eso ha sucedido en España, donde el clientelismo político y el caos organizativo se han apoderado de su funcionamiento. Algo en lo que tiene mucho que ver, como sostiene Núñez, su deficiente diseño institucional, calcado al de las comunidades autónomas, que son quienes meten mano en su funcionamiento al margen de cualquier racionalidad académica.
La autora del libro pone un ejemplo. Es evidente que cada año hay un desfase brutal entre la oferta de plazas universitarias y la demanda de titulaciones, lo que obliga a muchos alumnos que no alcanzan la nota a matricularse en otras disciplinas que no desean, con el consiguiente fracaso académico y económico. ¿Y por qué no se cambia el sistema?, se pregunta Núñez. Su respuesta no deja lugar dudas. A nadie importa la oferta educativa, “sino la permanencia en sus puestos de miles de profesores, muchos de ellos redundantes en la Universidad”.
Un ‘lobby’ para capturar rentas
Su conclusión es que la Universidad se ha convertido “en un lobby cuyo principal objetivo es obtener rentas públicas” bajo la amenaza permanente de presión política y movilización en la calle. El resultado sólo puede ser uno: España gasta en centros universitarios una cantidad “comparable” con otros países de la OCDE, pero los resultados académicos están muy por debajo de lo que cabría esperar en un país que destina tantos recursos a su sostenimiento. Sin duda, porque la Universidad tiene mucho más que ver con la política que con el conocimiento.
Dos casos lo acreditan. En la Universidad Carlos III, la plantilla de profesores contratados creció sospechosamente antes de unas elecciones a rector (impulsadas por el rector saliente Peces-Barba) para que su voto determinara los resultados de la votación a favor de su candidato; mientras que el exrector Berzosa, de la Universidad Complutense, lo que hizo fue subir los sueldos a los trabajadores para lograr la reelección (lo cual consiguió). Como dice Núñez, “su liberalidad, con los fondos públicos por supuesto, puso en apuros a todas las demás universidades públicas de Madrid, cuyos sindicatos empezaron a presionar a favor de un trato similar en aras de una supuesta equidad”.
Y es que el nepotismo, el compadreo, viene de lejos. La exdirectora general de Universidades de Madrid recuerda que la primera reforma –de 1983– permitió el ascenso a catedráticos de los entonces llamados profesores agregados. ¿El resultado? “Muchos diputados a Cortes y altos cargos en el Gobierno socialista se beneficiaron de esta medida”. El caso de Jon Juaristi, que también acabó siendo director general de Universidades con Lucía Figar, es igualmente significativo.
Juaristi había sido director del Instituto Cervantes y de la Biblioteca Nacional, y debido a su implicación contra el terrorismo etarra, tuvo que ‘exiliarse’ en Madrid. Por petición expresa de Esperanza Aguirre, la autora del libro le pidió a Virgilio Zapatero (rector de la Universidad de Alcalá y exministro de Felipe González) que proveyera una plaza a la que pudiera presentarse Juaristi.
El rector le daba largas pese a que el coste de la plaza era de unos 70.000 euros de un presupuesto de 66 millones para gastos corrientes. Pero ni así. Fue pasando el tiempo hasta que la directora general de Universidades se armó de valor y le preguntó un día durante un encuentro casual con el rector si ya había convocado la plaza. Zapatero, mirando hacia el suelo, le respondió que no dependía de él, sino del departamento. Y fue entonces cuando Núñez estalló y le recordó a la cara:
– “No te preocupes, es muy fácil. Llamas a tu antecesor en el cargo, Manolo Gala, y le preguntas cómo te trajo de catedrático de la Universidad de Almería, en contra del departamento. Tampoco es necesario que te explique cómo te hizo rector, Juaristi tan sólo necesita la cátedra”.
Un buen resumen de cómo funciona (al menos una parte), la endogámica Universidad española.
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