Si la crisis de Europa fuese solo económica, estaríamos salvados. Pero me temo que la inquietante marcha de la economía es la expresión de una profunda crisis ideológica. El crecimiento de los partidos radicales, más en el lado de la derecha que en el de la izquierda como corresponde a un continente aburguesado por el sobredimensionado bienestar de los últimos dos decenios, es la prueba de la desorientación causada por la ausencia de referencias en los territorios de las ideas y de las conductas.
Europa no ha predicado con el ejemplo, y así es prácticamente imposible exportar modelos, ya sea en el ámbito de la política o de la economía. No hay una brújula fiable que guíe nuestro comportamiento social, aquel que se registra donde confluyen los intereses personales y los colectivos. El déficit de ideas no es la consecuencia de la escasez de líderes, sino al contrario, la carestía de personas con capacidad para iluminar el camino del progreso social está vinculada con la debilidad de los modelos de pensamiento.
La democracia y el libre mercado pueden parecer referencias suficientes, pero su mera formulación no alcanza para articular un sistema de pensamiento que sitúe a Europa en la cúspide del liderazgo intelectual, su más valioso activo desde que la civilización griega descubrió que las ideas eran más poderosas que sus ejércitos. Además, durante los últimos años han florecido escandalosos ejemplos de manipulación y explotación interesada de tan grandilocuentes ideales, que han sido corrompidos por conductas exclusivamente leales a quienes las practicaban.
Nacionalismos egoístas de todos los tamaños y condiciones (unos operan con el país como unidad de medida y otros con la región), episodios políticos que sonrojan pero no movilizan al ciudadano, manifestaciones al borde de la xenofobia provocadas por el temor a perder beneficios sociales al tener que compartirlos con inmigrantes o excluidos y el florecimiento de partidos cuyo ideario está repleto de los oportunismos y las conveniencias del momento y vacío de compromisos morales son alarmas que suenan con estridencia en todos los rincones del Viejo Continente.
“Hoy el debate no se mueve entre dictadura o democracia, ni siquiera entre socialismo y libre mercado, sino entre el acceso a oportunidades o la ausencia de ellas”
Europa tiene que reconstruir un sistema de pensamiento que sirva de modelo para todos aquellos países que se mueven en el filo. De un lado está la democracia y la libertad; del otro, la oligarquía, el modelo de gobierno más veces replicado durante la historia de la Humanidad. Hoy el debate no se mueve entre dictadura o democracia, ni siquiera entre socialismo y libre mercado, sino entre el acceso a oportunidades o la ausencia de ellas.
Entendida como el conjunto de países que comparten los principios fundacionales de la Unión Europea, este viejo continente dispone de sólidas referencias ideológicas con las que volver a creer y provocar que otros crean que las soluciones se encuentran más en las ideas que en las acciones. Bastaría acudir a la Revolución Francesa para encontrar una fórmula cuya belleza y sencillez aún hoy asombran: “Libertad, igualdad y fraternidad”.
LA LIBERTAD no se posee, se practica con los demás. Libertad no es igual a liberalismo, ni puede amparar esclavitudes impuestas por los mercaderes del poder. Libertad es básicamente una combinación de normas guiadas por la defensa del ejercicio del libre albedrío por parte del individuo y una generosa dosis de tolerancia para asegurar la convivencia.
En este sentido, el debate intelectual
entre libertad positiva y negativa se antoja estéril en tanto que el ejercicio del libre albedrío está de facto condicionado por leyes, normas, convenciones y culturas de las que resulta imposible desprenderse.
Expresada en términos de gobernanza, la libertad es el principio básico de la democracia. En Europa hemos optado por la democracia representativa, la cual confiere a los partidos políticos el papel de administradores de la soberanía individual y colectiva. Si admitimos que ese es el modelo, el fortalecimiento de las libertades requeriría una mayor legitimación de los partidos políticos, muy lejana de la actual desafección que sufren.
“El miedo a la asamblea, siempre que ésta sea gobernada por la ley de las mayorías, no puede impedir el paso a mecanismos de consulta de los ciudadanos consigo mismos.”
Claro está que tal objetivo exige que los políticos sean profesionales de la política, no de su política partidaria. Y, por supuesto, que los ciudadanos hagan política, se sientan concernidos por las decisiones que les afectan directamente y por las que, solo en apariencia porque realmente ambas están conectadas, les suenan ajenas. Si bien las cámaras de representación tienen la responsabilidad de reforzar esa querencia por la polis griega y la res pública romana, la política no se enseña en el parlamento, sino en casa y en la escuela.
La política es para los políticos, pero políticos somos todos.
En este escenario, un modelo europeo debería estimular la participación ciudadana, es decir, escuchar de forma organizada la voz de los contribuyentes y hacerles partícipes y responsables de sus decisiones. Escuchar podría resultar lento y caro en el siglo XX, pero no lo es en el XXI al amparo de la capacidad de comunicación que nos han proporcionado las nuevas tecnologías. El miedo a la asamblea, siempre que ésta sea gobernada por la ley de las mayorías, no debe impedir el paso a mecanismos de consulta de los ciudadanos consigo mismos.
LA IGUALDAD se comporta como un elemento corrector de los excesos que son inherentes al egoísmo humano. Y como hay que administrarla, aquí entra el juego el papel del Estado, concebido como la fórmula jurídico-geográfica de la que se dotan las sociedades para organizar la convivencia.
La responsabilidad del Estado es que todos los ciudadanos dispongan de al menos una base común de oportunidades. La igualdad parte de la constatación de que no todos somos iguales (si así fuese no sería necesario apelar a ella), pero sí tenemos los mismos derechos y obligaciones. Somos iguales ante la ley.
Paradójicamente, en Europa el Estado ha crecido en paralelo al avance de la empresa privada como agente de bienestar. Hay más empresa y más Estado, más libertad económica y más
burocracia pública. Tal circunstancia indica disfunciones en la atribución de responsabilidades al Estado, que aún es visto por la población de muchos países más
como proveedor de servicios que como
regulador de la actividad privada.
«La política es, sobre todo, la expresión de una ética colectiva, de un sistema de valores, creencias y conductas coherentes con ellos».
En el Viejo continente el Estado tiene que retirarse hacia aquellos cuarteles que requieran la vigilancia del bien común. Y tiene que ganar en
flexibilidad para abordar los desafíos de cada tiempo en el momento adecuado, evitando que, como consecuencia de la desidia, alcancen un grado de irreversible podredumbre.
La reciente paralización de la administración norteamericana es un dramático ejemplo de falta de respuestas o, incluso peor aún, de la ausencia de voluntad de articularlas en favor del diálogo con el adversario político. La bancarrota de un Estado no puede existir como posibilidad legal para tensionar el debate político.
LA FRATERNIDAD es imprescindible para extender el bienestar. Bastantes estudios psicológicos acreditan que el ser humano está tan predispuesto para compartir como para no hacerlo. Parece una contradicción, pero no lo es. El instinto de supervivencia estimula la protección de la propiedad privada y su acumulación para incrementar los márgenes de reserva. La dimensión social del individuo le invita a compartir conocimientos y afectos mediante la comunicación.
En la fraternidad encuentra su acomodo la solidaridad que siempre ha caracterizado a Europa frente a otras zonas del mundo más apegadas al materialismo.
La administración de la libertad, la igualdad y la fraternidad requieren el rigor de LA JUSTICIA, intermediaria imprescindible en la resolución de conflictos. He aquí una nueva conexión con los principios que inspiraron la revolución francesa, el movimiento político más influyente de los últimos tres siglos. La separación de poderes es ineludible para asegurar el equilibrio entre los intereses del individuo y los del colectivo.
Pensemos en China en términos de libertad, igualdad, fraternidad y separación de poderes y llegaremos pronto a la conclusión de que, incluso con la actual relajación del sistema moral europeo, aún hay una gran distancia política entre París y Beijing. No es una casualidad que la Real Academia española de referencia para la política incluya entre sus materias las Ciencias Morales. La política es, sobre todo, la expresión de una ética colectiva, de un sistema de valores, creencias y conductas coherentes con ellos que es compartido por los ciudadanos a través de los instrumentos con los que se auto-gobiernan, entre ellos el propio Estado.
Quienes nos sentimos europeos, que somos mayoría en España, nos encontramos ante una gran encrucijada: dejar que el continente siga derritiéndose en su déficit moral o contribuir a su rearme mediante el uso responsable de los poderes que las tecnologías de la información nos han proporcionado.
Tal vez algún día nuestros hijos nos pregunten por qué les dejamos pensar que la economía era la única política que merecía la pena practicar y no me gustaría que nuestra respuesta tuviera que limitarse a mirar de soslayo hacia la cuenta bancaria.
José Manuel Velasco .
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