Una vez más, inicio de curso. Superada, como se ha podido, la tarea de equipar a los alumnos para el nuevo curso -especialmente en lo que se refiere a los incomprensiblemente caros libros de texto-, millones de familias se disponen a confiar, día tras día, lo más preciado que tienen, a los miles de colegios repartidos por toda España. Se habla mucho del esfuerzo económico al inicio de curso, pero menos de la ilusión y la confianza con que millones de padres dejan a sus hijos a merced del que, probablemente, sea el sistema educativo más disfuncional de Europa.
Si uno oye hablar de nuestro sistema educativo a alguno de nuestros próceres, saldrá enseguida la etiqueta de equitativo, pero, ¿en qué consiste tal equidad? Para empezar, lo que denominan equidad es, en realidad, dispersión: muchos alumnos con resultados similares en el centro, y pocos con resultados buenos o malos –mediocridad sería una palabra más precisa que equidad, sobre todo cuando nuestra media es más bien pobre-. El problema es que, analizando un poco mejor los datos, nos encontramos con que, para los alumnos con peores resultados, la dispersión es similar a la del resto de los países europeos, mientras que para los alumnos con buenos resultados, esa dispersión es una de las más bajas del mundo desarrollado. Es decir, aunque en una mirada superficial pudiera parecer que la baja dispersión es producto de la equidad de nuestro sistema, en realidad se debe a que no dejamos que los buenos alumnos lo sean. No es de extrañar que la OCDE apuntara recientemente que España es el penúltimo país del continente en cuanto a proporción de alumnos excelentes.
La pregunta que conviene hacerse es: ¿cómo impedimos a los alumnos con posibilidades ser buenos? El mecanismo principal que utilizamos es dejarles de enseñar cuando alcanzan un nivel mínimo. Y, para que no se quejen, les ponemos la máxima nota. En España, tenemos un sistema educativo cuya mayor genialidad es haber descubierto que el 10, la nota más alta, puede utilizarse como desincentivo para que el alumno desista de seguir mejorando y aprendiendo. Así, un chaval que en otro país europeo tiene una calificación de 7, puede seguir esforzándose por mejorar. A ese mismo alumno, en España, le ponemos un 10, con lo que le estamos diciendo que ya ha llegado al máximo, dejándole sin posibilidades de superarse.
Esto, naturalmente, tiene su origen en la nefasta legislación educativa: cuando en los currículos se dejó de detallar todo lo que los mejores alumnos debían de aprender, y se sustituyó por el mínimo que todos los alumnos debían saber. Sin embargo, le medida no habría tenido el efecto que ha tenido si las editoriales de libros de texto -sí, esos para los que acaba usted de empeñar un riñón- no hubieran estructurado sus manuales introduciendo sólo los contenidos mínimos, estableciendo de facto un nuevo estándar educativo: teóricamente, el alumno que supiese todos los contenidos mínimos debería obtener una nota de 5, pero como no existe ningún contenido más, a ese alumno el docente le pone un 10. Y así se ha creado el perverso mecanismo que impide a los buenos alumnos serlo realmente.
Por otro lado, ¿salen beneficiados los peores alumnos con esta famosa equidad? Pues, por un lado, es cierto que nuestros malos alumnos tienen un nivel similar a los malos alumnos del resto de Europa. Sin embargo, nuestro rígido y disfuncional sistema educativo no tiene mejor cosa que hacer con ellos que enviarlos al fracaso escolar e impedirles estudiar una Formación Profesional que sí hubieran aprovechado en cualquier otro país de nuestro entorno. No deja de llamarme la atención que, cuando el sistema educativo público de no pocas Comunidades condenaba al fracaso a dos de cada cinco alumnos (uno de cada dos, en el caso de los varones), nadie pensara que la escuela pública estuviera en peligro, mientras que, cuando se han efectuado recortes de no demasiado calado -vistas la ruina en que quedó el país-, todo se haya llenado de camisetas verdes.
La nueva reforma, la LOMCE, consiste en injertar pequeñas medidas que han funcionado en algún que otro país, pero que, al carecer de un diagnóstico profundo de los problemas de nuestro sistema educativo y de una visión global de hacia dónde queremos conducirlo, lo único que conseguirá será enfoscar un edificio que tiene graves problemas estructurales. Tiene, eso sí, una carga de profundidad: un enfoque decidido hacia la medición de resultados. Pero, mientras no haya mayor transparencia, participación ciudadana y agencias de evaluación independientes del poder político, es difícil que podamos apreciar los resultados positivos de tal medida.
¿Está, por tanto, justificada la confianza de los padres ante el inicio del nuevo curso escolar?
Director del IFIE
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