Algunos catalanes vamos a volver a celebrar este año, con mayor ilusión si cabe que en años anteriores, el aniversario de la Constitución en 1978. Para mí, se trata de una fecha difícil de olvidar. Mi padre había fallecido en Zaragoza a las 11 de la noche del día 5 y lo enterramos al día siguiente en Calatayud mientras los españoles ratificaban la Constitución que consagraba la reconciliación de las dos Españas. Estoy convencido de que mi padre –detenido y encarcelado el 9 de diciembre de 1936 por haber sido vocal del Partido Republicano Radical Socialista (disuelto en marzo de 1934); excarcelado el 7 de junio de 1937 pero al que se le incoó un expediente por Responsabilidades Políticas el 19 de junio de 1937 con incautación de bienes que no se cerraría hasta el 11 de mayo de 1941– estaría gozoso de celebrar hoy la reconciliación entre españoles de distintas banderías políticas. Como dijo Alfonso Guerra hace unos años “la Constitución de 1978 significó no sólo el cierre definitivo de una larga dictadura, sino también, al menos en lo simbólico, el de una guerra civil de un millón de muertos y de exiliados, y, a la postre, el cierre de dos siglos de enfrentamientos fratricidas en España”.
En efecto, la Constitución de 1978 concitó la aceptación de personas tan opuestas ideológicamente como Fraga Iribarne, ministro de Franco, y Carrillo, militante comunista desde el inicio de la Guerra Civil española. Felizmente para todos, la sociedad española a mediados de los años 70 ya no ofrecía aquellos contrastes tan violentos entre distintas clases sociales que, como señaló Azaña, surgían “del fondo mismo de la estructura social española y de su historia política en el último siglo,” y dieron lugar a violentos conflictos que arruinaron en pocos meses la posibilidad de instaurar un sistema democrático estable en los años 30 del siglo pasado. Cualquiera que se moleste en echar un vistazo a la historia contemporánea de España (los que tenemos cierta edad lo sabemos bien, por experiencia) se convencerá de que, pese a las dificultades presentes, nunca hemos vivido en libertad y armoniosamente ni gozado de unos niveles de bienestar comparables a los actuales.
Fiebre reformadora
Hace unas semanas en un desayuno político, me sorprendió la candidata de un partido emergente que nos presentó un cuadro poco menos que desolador de la situación de la economía española y propuso una batería de reformas ‘estructurales’ orientadas a transformar el ‘modelo productivo’ de España. La verdad es que, pese a su notable juventud, me temo que le faltará tiempo para poner en marcha tantas medidas como propuso. Al final del coloquio, me sentí en la obligación de recordarle cómo eran las empresas y la vida de los españoles en 1950 y la formidable transformación que han registrado los patrones de producción y consumo desde entonces y el bienestar de los españoles. No tengo ninguna duda de que hay algunas medidas que podrían adoptarse para mejorar la eficiencia en la asignación de los recursos y que España cuenta hoy con profesionales cualificados que podrían ayudar a diseñarlas. Pero no conviene confundirlas con algunas propuestas que se escuchan estos días y no pasan de ser meras ocurrencias improvisadas con marcado carácter electoralista.
Rivera y su consejero Garicano que hace unos meses se mostró partidario de reconocer a Cataluña como nación, ensalzó la inmersión lingüística y propuso blindar las competencias del gobierno catalán en educación y cultura, y transferir el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas a las autonomías.
He mencionado esta anécdota porque la ignorancia atrevida trasciende el ámbito de la economía y afecta incluso a la Constitución que vertebra nuestro Estado social y democrático de Derecho. No hay partido nuevo que se precie (ni tampoco alguno centenario) que no proponga reformar la Constitución aduciendo las más variadas razones: blindar competencias o derechos sociales; retrotraer al Estado competencias transferidas; transformar el Reino de España en un estado federal o confederal, o incluso en una República; y hasta abrir un proceso constituyente “para hablar de todo”. Tengo la impresión de que quienes proponen con tanto entusiasmo reformas constitucionales para resolver tal o cual disfunción de nuestro sistema político o acabar con el periclitado ‘régimen’ de la transición, parecen no haber reparado ni en la dificultad que entraña aunar voluntades para conseguir las mayorías reforzadas que exige la propia Constitución para implementarlas, ni en el escaso interés que despiertan sus propuestas entre los ciudadanos. No puedo evitar pensar que el afán de protagonismo y la ignorancia atrevida resultan, también en este caso, superfluos y hasta peligrosos.
Inmersión lingüística
Por razones de espacio, me centraré en una sola cuestión que ha suscitado numerosas polémicas en los últimos años: la exclusión del castellano, la lengua española oficial del Estado, como lengua vehicular en el sistema educativo en Cataluña. Como todo el mundo sabe, las competencias educativas están transferidas al gobierno catalán desde hace años y éste se ha negado reiteradamente a aplicar la legislación estatal así como a acatar las sentencias del Tribunal Constitucional (TC), el Tribunal Supremo y el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña que exigen el empleo de las dos lenguas oficiales de forma equilibrada. ¿Hace falta reformar la Constitución? Depende de los fines.
Algunos partidos pretenden eliminar el conflicto de competencias reemplazando la Constitución de 1978 con otra de corte confederal que, al atribuir las competencias en educación y cultura al gobierno catalán en exclusiva, deje sin base jurídica cualquier reclamación de la mayoría castellano hablante. Y, en sentido opuesto, hay otros partidos que abogan por devolver esas competencias a la Administración Central para impedir que el gobierno catalán retrase, boicotee o ignore las normas estatales que limitan la inmersión lingüística. A los primeros, conscientes de que el blindaje deseado no tiene cabida en nuestra Constitución, sólo les queda intentar reformarla. Los segundos, en cambio, yerran al demandar su reforma porque al no haber ningún precepto constitucional o sentencia interpretativa de la Constitución que excluya al castellano, bastaría para sus fines exigir al gobierno español que cumpla y haga cumplir el ordenamiento constitucional y las sentencias de los tribunales.
A las huestes reformistas y constituyentes ya mencionadas, hay que sumar los partidos catalanes que decidieron situarse fuera del orden constitucional el 9 de noviembre de 2015, al aprobar una resolución en la que “el Parlament de Cataluña declara solemnemente el inicio del proceso de creación de un estado catalán independiente en forma de república”, e “insta al futuro gobierno [de Cataluña] a cumplir exclusivamente las normas o los mandatos emanados de esta cámara”. Somos muchos los catalanes que no compartimos este programa de ruptura del orden constitucional ni el empeño de los partidos que lo avalan (CDC, ERC y CUP) en separar a los ciudadanos de los territorios más prósperos de España de los más pobres y ocultar la corrupción de CDC bajo las alfombras de la independencia.
Mas y Baños (CUP) en el Parlament el 10 de noviembre de 2015.
Frente a quienes se empeñan en reavivar agravios históricos para erigir fronteras, una tarea más propia del siglo XIX que del XXI, los catalanes que nos sentimos españoles y europeos queremos reivindicar el espíritu constructivo e inclusivo que cristalizó en la Constitución de 1978 y que, con todas sus imperfecciones, nos ha permitido disfrutar del período más largo de libertad, concordia y prosperidad de nuestra historia. La liga del futuro se juega en España y en la UE con unas reglas comunes que todos tenemos que respetar y podemos democráticamente contribuir a mejorar. (…)
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