Que algunos partidos estén empeñados en presentar como antagónicos los intereses de las naciones-estado y la Unión Europea (UE), como ocurrió en Francia y en otras democracias asentadas en las elecciones del pasado 25 de mayo al Parlamento Europeo, constituye una estrategia previsible en aquellos partidos políticos que, sin responsabilidades de gobierno, quieren sacar provecho de la incapacidad de las instituciones europeas para impulsar el crecimiento económico y proporcionar oportunidades de trabajo a millones de ciudadanos en la UE.
Anteponer los intereses de la familia y por extensión de los compatriotas a los de los extraños y los inmigrantes, respectivamente, han sido siempre marca y seña de actitudes personales y corrientes políticas muy conservadoras, siempre prestas a proyectar una imagen distorsionada del extranjero cuyas diferencias físicas, lingüísticas o culturales pueden magnificarse, merced a una hábil propaganda, para presentarlas a los perplejos, cuando no asustados, ciudadanos como una amenaza directa a los valores e intereses de los miembros de la tribu. En contraposición, los partidos alumbrados en el seno de la tradición socialista y marxista solían poner el acento en los conflictos que enfrentaban a las clases sociales en el seno de las naciones-estado capitalistas, y anteponían –aunque no siempre fuera así en la práctica– los intereses de clase a los intereses nacionales.
España no fue una excepción a esta regla en lo que atañe a los partidos nacionalistas vasco y catalán, nacidos como una reacción conservadora de marcados tintes racistas ante los rápidos cambios sociales que produjo la industrialización y la llegada de inmigrantes al País Vasco y Cataluña. La singularidad del caso español, posiblemente causada por la propia debilidad de la industrialización, muy concentrada en estas dos regiones, es que ya en la segunda República surgieran en Cataluña partidos nacionalistas de izquierdas, una contradicción en sus propios términos. Porque no de otra manera puede calificarse que para defender los derechos de las clases más desfavorecidas dentro en un territorio se pretenda desgajarlo de otros todavía más desfavorecidos.
Cuando uno escucha hoy a los líderes de partidos de izquierda en Cataluña –Junqueras (ERC), Herrera (ICV-EUiA), Gelí y Elena (PSC), etc.–”, con la complicidad y el apoyo de los líderes de sus homólogos en Las Cortes (Lara, Llamazares y Coscubiela) o en el Parlament Europeo (Meyer, Iglesias), defender el derecho a decidir en Cataluña para hacer de ella un país más justo, limitando el ya menguado nivel de solidaridad interpersonal del sistema fiscal español, cualquier socialdemócrata con un mínimo de lucidez sólo puede sentir vergüenza de esta izquierda ‘pequeñonacionalista’. Que sean las personas con mayores fortunas y los partidos que mejor las representan quienes pretendan imponer límites y hasta reducir la solidaridad interpersonal, resulta comprensible; pero que lo hagan partidos de izquierda que hasta hace no mucho tiempo (y algunos hasta hace cuatro días) sacaban pecho defendiendo los sistemas totalitarios de la U.R.S.S., Corea del Norte y Cuba, no tiene disculpa. Son la otra cara de la ultraderecha y están mucho más cerca de Marie Le Pen que de Karl Marx o Friedrich Engels.